html PUBLIC "-//W3C//DTD XHTML 1.0 Strict//EN" "http://www.w3.org/TR/xhtml1/DTD/xhtml1-strict.dtd"> THE POWER OF DREAMS

lunes, junio 19, 2006

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Jugaban a ser felices.
Creían ser felices.
Cayeron una noche de luna llena.
Al resucitar el mar ya no sonaba vacío.


Se levantaron con un humor no muy altivo, era pronto, una madrugada que llegaba temprano acompañada de una pastosidad bucal como recuerdo de una noche demasiado larga. Había un olor excesivo a tabaco en aquella habitación, esparcido entre los libros revueltos y la ropa tirada. La persiana a penas estaba cerrada y la ventana permitía entrar un soplo de aire frío como síntoma de una lluvia pesada que adornaba el día. Sus ojos llenos de legañas observaron con pasión la fragilidad que mostraba la cara de ángel de su acompañante, no estaba seguro de su nombre Águeda, Alexia, Abigail….tampoco mostraba gran interés. Se sentó en el sofá que ocupaba la esquina derecha. Arropada por una sábana color avellana mostraba una perfección absoluta. Sus labios rosados eran un prototipo para un rostro tan bello, la blancura de su piel dejaba entrever una dulzura melancólica de niña, sus ojos permanecían cerrados como esperando a que como en aquel cuento infantil alguien les besara. Se acercó con esa intención, pero le sobrevino una angustia excesiva. Recogió todas sus cosas y se vistió. Los tejanos estaban arrugados y la camisa manchada de café, no le importó. A prisa escribió en una hoja de su cuaderno una nota: “mañana a la misma hora”. Salió de su casa a prisa, esperando que a su vuelta ella no estuviera. De este modo se interno en la cafetería de la esquina de la calle L’amour. Pidió un café irlandés y se sentó con un periódico en la mano, pretendiendo olvidar aquel rostro que recordaba nítidamente en su cabeza, aquella tristeza que se le antojaba eterna. Apenas le había dado dos sorbos al café salió de la cafetería y se encamino a prisa hacia su casa con la esperanza esta vez de que no se hubiera ausentado, sentía una necesidad extraña hacia aquella chica. Abrió la puerta y se dirigió hacia la habitación, solo encontró una sábana avellana que le recordaba su indiferencia, que le masculló, le hirió sutilmente. Buscó una nota, una respuesta, no había nada. Aquella noche espero en el mismo lugar en que la había encontrado la noche anterior, peor ella no apareció, ni siquiera había rastro de su perfume de violetas, de sus labios rojos. Así trascurrieron las noches que seguían a la de aquel jueves, cada minuto la necesitaba más, y en su mente se perfeccionaba su imagen, idealizando a la pequeña niña de ojos verdes. Con el paso del tiempo se vio trasladado a una ciudad cercana pero lejana a la vez. Por costumbre cada segundo jueves del mes viajaba a la pequeña ciudad, concretamente al pequeño bar, esperando sin querer encontrar aquellos ojos verdes con aroma de violeta. Su vida se fue haciendo sin tener consciencia del tiempo, vivía para cada segundo jueves del mes, sin recaer en el presente, ni siquiera en el futuro. Pasaron años, y su visita seguía continuada a aquel bar, que cada vez mostraba un aspecto más escabroso. Con un whisky en la mano aquella noche vio aparecer a la niña de ojos verdes. Ya no era una niña, sus ojos estaban rodeados por pequeñas bolsas, su tez estaba desgastada, la blancura venía marcada por arrugas, sus dientes mostraban una fuerte adición por el tabaco, apenas le costó reconocerla pese a la factura que la habían pasado los años. Su corazón le dio un vuelco, dejó un billete encima de la barra y como siempre se despidió, con una rareza esta vez no pidió se acordaran de su vuelta el próximo segundo jueves del mes. Salió con una cara que mostraba una desilusión, caminó hasta el parque del lago, y se sentó en un banco a disfrutar de la oscuridad de la noche. Sin quererlo se permitió el lujo de llorar por el tiempo perdido, relleno una hoja de mil garabatos y la dejó en aquel banco. Se despidió de la ciudad en una actitud rígida y a la vez triste, con una agitada expresión de “jamás”. Al mes siguiente, el bar se cerró en una espera de su querido visitante, no regresó, no volvió aparecer. Allí solo quedaba un sitio vacío quemado por una angustia. Lejos, en otra ciudad sita a varios kilómetros, los años seguían golpeando su vida, se había desganado y ahora servía a una felicidad sumida en libros, rellenando hojas de cuadernos en blanco, escribiendo para que la gente le lea. Y la gente lo lee, pero nadie lo entiende. Hoy deja constancia en la última hoja que escribe, mañana será portada, pasado ya no será nadie.


Les beso con una extrema dulzura, aunque nunca llegue a marcarles...

viernes, junio 09, 2006

acelerando

Aquí, en este momento, termina todo,

se detiene la vida. Han florecido luces amarillas

a nuestros pies, no sé si estrellas. Silenciosa

cae la lluvia sobre el amor, sobre el remordimiento.

Nos besamos en carne viva. Bendita lluvia

en la noche, jadeando en la hierba,

trayendo en hilos aroma de las nubes,

poniendo en nuestra carne su dentadura fresca.

Y el mar sonaba. Tal vez fuera su espectro.

Porque eran miles de kilómetros

los que nos separaban de las olas.

Y lo peor: miles de días pasados y futuros nos separaban.

Descendían en la sombra las escaleras.

Dios sabe a dónde conducían. Qué más daba. “Ya es hora

-dije yo-, ya es hora de volver a tu casa”.

Ya es hora. En el portal, “Espera”, me dijo. Regresó

vestida de otro modo, con flores en el pelo.

Nos esperaban en la iglesia. “Mujer te doy”. Bajamos

las gradas del altar. El armonio sonaba.

Y un violín que rizaba su melodía empalagosa.

Y el mar estaba allí. Olvidado y apetecido

tanto tiempo. Allí estaba. Azul y prodigioso.

Y ella y yo solos, con harapos de sol y de humedad.

“¿Dónde, dónde la noche aquella, la de ayer…?”, preguntábamos

al subir a la casa, abrir la puerta, oír al niño que salía

con su poco de sombra con estrellas,

su agua de luces navegantes,

sus cerezas de fuego. Y yo puse mis labios

una vez más en la mejilla de ella. Besé hondamente.

Los gusanos labraron tercamente su piel. Al retirarme

lo vi. Qué importa, corazón. La música encendida,

y nosotros girando. No: inmóviles. El cáliz de una flor

gris que giraba en torno vertiginosa.

Dónde la noche, dónde el mar azul, las hojas de la lluvia.

Los niños –quienes son, que hacen un instante

no estaban-, los niños aplaudieron, muertos de risa:

“Qué ridículos, papá, mamá”. “A la cama”, les dije

con ira y pena. Silencio. Yo besé

la frente de ella, los ojos con arrugas

cada vez más profundas. Dónde la noche aquella,

en qué lugar del universo se halla. “Has sido duro

con los niños”. Abrí la habitación de los pequeños,

volaron pétalos de lluvia. Ellos estaban afeitándose.

Ellas salían con sus trajes de novia. Se marcharon

los niños -¿por qué digo los niños?- con su amor,

con sus noches de estrellas, con sus mares azules,

con sus remordimientos, con sus cuchillos de buscar pureza

bajo la carne. Dónde, dónde la noche aquella,

dónde el mar… Qué ridículo todo: este momento detenido,

este disco que gira y gira en silencio,

consumida su música…

JOSÉ HIERRO (mi poeta)

jueves, junio 01, 2006

tengo monotonía y no puedo sacármela